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domingo, 24 de febrero de 2013

LA MUJER ESCLAVA, René Chauguis

Desde que la humanidad existe, la mujer es esclava del hombre.



Hallándose aún a las tres cuartas partes del mono armados de colmillos y de zarpas, cubiertos de pelos, con las quijadas salientes y la frente deprimida, era natural que nuestros antepasados prehistóricos se portasen como fieras. Las hembras no serían para ellos más que presas, que se disputarían con la ferocidad propia del caso, sin cuidarse lo más mínimo de pedir el consentimiento a sus espantadas compañeras. Consideradas como botín de lucha tan arriesgada, era preciso que pagasen con su trabajo el alimento concedido por el amo, y éste se descargaba del trabajo propio que le desagradaba, imponiéndosele a la sierva. En los pueblos salvajes de la actualidad la mujer es considerada como una bestia de carga; entre los civilizados, su suerte ha cambiado poco.
Si el hombre primitivo se apoderaba de su esposa por la violencia, nosotros lo hacemos por la astucia, manteniéndola en completa ignorancia del matrimonio y de la vida y pidiéndole un consentimiento que, por sus condiciones especiales, resulta completamente falaz; sí aquél consideraba su compañera como propiedad suya, en igual concepto le tenemos nosotros; si sobre ella tenía derecho de vida y muerte, nosotros también. Aterrorizamos a la joven por medio de convencionalismos forjados por nosotros en nuestro provecho y hacemos otro tanto con la esposa valiéndonos de leyes sanguinarias. Queda, pues, en vigor el régimen de rapto y de violencia implantado por nuestros antepasados los monos.
Y sin embargo, nuestras mandíbulas han disminuido, nuestras garras de han convertido en uñas y nuestro cráneo se ha ensanchado y puesto que llegamos hasta pensar y racionar, bueno sería que conformásemos nuestros actos con nuestra razón y abandonásemos costumbres que proceden del tiempo que teníamos garras y colmillos. Toda nuestra vida social, la sexual particularmente, se funda en tradiciones bestiales y es preciso poner a eso un término.
Hay quien cree razonable retener la mujer en condición inferior, porque es más débil; lógica bestial siempre. Si las palabras derecho y deber no careciesen de sentido, sería preciso decir lo contrario: imponer más deberes a los fuertes y conceder más derechos a los débiles. La debilidad de la mujer es relativa: mujeres hay más robustas que muchos hombres. En muchas especies de animales, la hembra es tan fuerte como el macho y, en el combate, en muchas veces más terrible. La debilidad no es consecuencia necesaria de la función maternal. Si en la actualidad la mujer es algo más delicada que su compañero, quizá sea únicamente debido a una larga división del trabajo entre ellos; él dedicado a la guerra y a la caza, ella cuidando la casa y la cría. La fuerza muscular tiene poco importancia en la vida social contemporánea y no puede ser motivo de desigualdad; lo que importa es la energía nerviosa; el cerebro que piensa y que quiere es lo que vale, y de que el sistema nervioso de la mujer no fuese capaz de tanto pensamiento y voluntad como el del hombre, no puede deducirse que aquélla haya de ser tenida en tutela. Lo que en este punto hay de positivo es que, como todos los seres vivientes, la mujer tiene en sí posibilidades; déjesela desarrollarse libremente, como juez único de los que puede y debe hacer.
Siempre sucedió lo mismo: los nobles no querían que los burgueses se emancipasen, se creían superiores a ellos; los burgueses no quieren que los trabajadores se emancipen, también se creen superiores; los militares quieren elevarse sobre los hombres civiles; lo mismo piensan los curas sobre los laicos; los civilizados miran despreciativamente a los salvajes sin tener en cuenta que la distancia que les separa es cuestión de tiempo, un simple accidente de la evolución general. Cada nación se cree superior a las otras, cada uno de nosotros se juzga más sensato que el resto de los humanos, y la creencia del hombre en su superioridad sobre la mujer no tiene más serio fundamento: es una mezcla del error egocéntrico y del deseo de dominio.
Sí, sobre todo del deseo de dominio. A la simple lectura del Código se ve claramente que los hombres han hecho las leyes: la manera con que los legisladores hablan de los derechos y de los deberes de cada uno de los esposos, el diferente modo con que consideran el adulterio del uno y de la otra, las disposiciones relativas a la madre soltera y al hijo natural, resultan verdaderamente chocantes, producto de un egoísmo necio que casi es perdonable por lo cándido. Así, por ejemplo, mientras el poder legal del marido es casi ilimitado, el de la esposa es nulo; ella le pertenece, pero él a ella no; del capricho del hombre depende que la mujer sea feliz o desgraciada por toda su vida, porque la ley que la entrega no la defiende, pudiendo decirse con toda verdad que la mujer del día, lo mismo que la de las edades prehistóricas, no es una persona sino una cosa apropiada. Para que el amor nazca y persista entre ese amo y esa sierva son necesarias circunstancias bien excepcionales; a falta de ellas, casi nunca hay amor, sólo hay cambio de dos deseos momentáneos, u otra cosa peor: brutalidad y sumisión.
Huyendo del estado humillante de cosa poseída, la mujer trata de emanciparse de la tutela masculina y vivir del propio trabajo, pero también en este punto se encuentra en frente de su arrogante amo que, en pago de trabajos pesadísimos, le ofrece salarios miserables. ¡Siempre el fuerte esclavizando al débil! ¡Siempre subsistente la vieja tradición simia!
Cada vez que la mujer trata de emanciparse y quiere salir del estado de cosa para elevarse al de persona, el hombre se esfuerza por impedirlo; no quiere que desarrolle sus facultades para convertirse en su igual. Los diputados no quieren mujeres electoras ni elegibles; los magistrados rechazan las abogadas; los médicos no gustan de profesoras ni agregadas; en la Escuela de Bellas Artes los alumnos han obligado a despedir a las alumnas, y, no obstante, a pesar de tan obstinada resistencia y de tantas dificultades, no pocas mujeres cultivan las ciencias, las letras y las artes, y a veces mejor que los hombres.
No hay que disimularlo: en el fondo el hombre desprecia a la mujer y la galantería que con ella usa no pasa de abominable hipocresía, destinada a disfrazar la condición de esclava en que con tanta crueldad la mantiene. Bajo cierto barniz aparatoso se halla siempre el amo vil y feroz.
Ese desdén se refleja hasta en el lenguaje. Para significar todos los seres de nuestra especie, decimos: el hombre, los hombres, la humanidad; la mujer va comprendida a título de accesorio que no hay necesidad de mencionar. Más aún: gramaticalmente, un adjetivo ha de concordar en género y número con el sustantivo correspondiente; pero si se juntan muchos nombres que hayan de calificarse con un solo adjetivo y la mayor parte son femeninos, con que haya uno solo masculino, el adjetivo concordará en masculino; por ejemplo: «la cartera, la pluma, la tinta y el lápiz, son buenos»; el alumnos que en unos exámenes dijera: son buenas y bueno, recibiría calabazas, impuestas por un tribunal de doctores en los cuales influiría más el origen bestial del mono que el ideal de justicia.
Cuando el hombre afirma que ha excluido a la mujer de la vida social a causa de la delicadeza de su organismo, miente; porque si eso fuera cierto, hubiera reservado para sí todos los trabajos penosos o repugnantes, lo que dista mucho de ser cierto, y hubiese dejado para su amiga los trabajos sedentarios, con preferencia el estudio. Precisamente desde el origen de las sociedades el hombre se ha opuesto con especial empeño a que la mujer se instruyera, porque esclavo instruido es mal esclavo.
La educación de la joven es aprendizaje de doméstica; se desarrollan sus aptitudes con idea de formarla para un amo; se le enseña lo preciso para que no cometa muchas faltas de ortografía y que no parezca demasiado tonta en una conversación; se consiente en enseñarle algún arte de adorno, el piano, por ejemplo, que afecta poco a las prerrogativas masculinas; pero se guardarán bien de iniciarla en las ciencias, que le abrirían los ojos acerca de las mentiras religiosas y sociales, fundamentos de su servidumbre, ni de interesarla en la vida pública, para evitar que sienta las inspiraciones de la rebeldía.
Si la encierra en la casa entre las cacerolas y las labores frívolas; se embrutece su inteligencia con lecturas necias; se envilece su carácter por la costumbre de la obediencia. ¡Obedecer! tal es, desde su más tierna infancia, el objeto constante de su vida. Al mismo tiempo se desvía su sentido moral por exhortaciones tenidas por virtuosas, que en realidad son degradantes… Ocultándole la verdad y reglamentando sus lecturas, se le ultraja; se le hace la injuria de suponer que, entregada a sí misma, sería incapaz de contenerse; se le considera, con el cristianismo, como un ser impuro. Envilecida en su cuerpo y, lo que es peor, en su cerebro, la mujer es presa de todas las supersticiones y de todos los prejuicios.
Eso no debe ser: la mujer, como el hombre, debe recibir una educación resueltamente científica; las ciencias, y sobre todo las ciencias naturales, son indispensables a la mujer; primero, para limpiar de una vez para siempre su cerebro de todas las sandeces religiosas; después porque habiendo de crear a los hijos, necesita saber que es un organismo, la vida, el amor y la muerte. ¿Cómo puede cuidar un niño si ignora la anatomía, la fisiología y la medicina? Convendría que los jóvenes de ambos sexos hiciesen una estancia en los hospitales y aprendiesen, además del arte de curar, el respeto al dolor humano. ¡Cuánto más valdría eso que los cursos de piano para las unas y el cuartel para los otros!
Después de siglos y siglos de esclavitud, ha conservado costumbres, pensamientos y gustos de esclava. Observadla: en la más honesta encontraréis huellas de venalidad, aunque sólo sea respecto de su marido. Al ofrecimiento de un vestido nuevo, de un regalo cualquiera, se manifiesta más cariñosa, lo que es vergonzoso. Como todos los esclavos, aplaude el éxito, y prefiere la medianía que llega a brillar el mérito positivo que permanece oscurecido; siente necesidad insana de aparentar, de atraer las miradas, de dominar, de humillar. Como los salvajes, gusta de dorados, cristalería y relumbrones inútiles; pasa horas enteras frente a los escaparates de joyería admirando cosas feas pero brillantes; se cubre de collares, brazaletes, sortijas, pendientes, cintas y perifollos que no tienen razón de ser, pero que cuestan mucho y dificultan la lucha por la vida.
Su toilette no es otra cosa que un desafío a la higiene y al buen sentido; lleva plumas en la cabeza como los salvajes (y nuestros militares). Como los salvajes usa amuletos portadores de buena ventura; se pinta ojeras y colorea las mejillas y los labios; se deforma y se mutila; se agujera las orejas para llevar colgantes, y gracias que haya perdido la costumbre de horadarse las narices y los labios, lo que supone un progreso. Mete sus pies en calzados extravagantes impropios para la marcha; comprime sus pulmones y su estómago en un corsé que compromete su salud y la de sus hijos, si puede ser madre. Pero todo ello le importa poco: en los cerebros que la esclavitud ha deprimido, la vanidad es lo primero.
Es menester que eso acabe. Es preciso que la mujer tenga conciencia de sí misma, que se avergüence de su estado actual y que se niegue a ser una muñeca lujosa o una doméstica y sobre todo una cosa apropiada. Urge que aprenda que no hay dignidad posible ni menos moralidad para un ser consciente más que en la libertad en la plena posesión de sí mismo; que quiera ser libre, y lo será. La mujer libre es una revolución en el mundo cuyas consecuencias son incalculables: es el fin de las religiones, que sólo por ella subsisten, y por ella dominan aún al niño y al hombre, es también el fin de la guerra, que detestan cordialmente las esposas y las madres, porque aquélla es asesina de maridos y de hijos; la adaptación de la mujer a las tareas humildes de la servidumbre ha producido algo bueno, le ha hecho perder los hábitos de la brutalidad, el gusto del asesinato. La mujer instruida, apoyada en la vida social, es un medio de pacificación y desarme mucho más eficaz que las mentidas palabras de los déspotas; es su completa dignificación, a la par que el fin del reino de la violencia y del sacrificio de los débiles por los fuertes; es el advenimiento de la verdad, de la belleza y de la justicia.
La mujer libre es una humanidad nueva que surge y vive en la verdadera acepción de la idea de vida.
René Chauguis. Traducido por Anselmo Lorenzo y digitalizado por KCL







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